Otra noche de insomnio.
Fue uno de los primeros en
levantarse, los otros veintinueve aun indecisos… lógico que quisieran
aprovechar hasta los últimos momentos de aquella cama donde podían descansar
sus cuerpos siempre cansados.
Juntó las gastadas sábanas, más bien
semejantes aun papel grueso… la precaria almohada, un pequeño conglomerado de
trozos de cierto elemento sintético, y la deshilacha manta, que en su momento
se la consideró frazada… y se encaminó hasta la salida de la sala... depositó
todo en el carro de la ropa, frente a los ojos atentos del celador del piso, y
bajó a la planta baja, llegó hasta los baños, donde lo aguardaba, si así lo
deseaba, ducha con agua fría, que era un verdadero suplicio teniendo en cuenta
la baja temperatura reinante, pero su situación no le permitía otra
alternativa, siempre y cuando aspirara a mantener su cuerpo limpio.
Junto a la puerta de salida, tomó el
bollo, un mazacote de harina, que correspondía a cada uno de los huéspedes,
según los reglamentos…sacó su tarro de uno de los bolsos que acarreaba sobre
sus hombros, se acercó al recipiente de té caliente, lo llenó, y se sentó en
uno de los bancos para allí disfrutar de la quizás primera y única comida del
día.
Dicho edificio, hoy llamado Albergue
Municipal, fue en su tiempo el conocido y famoso Hospital General. En sus
cuatro pisos, luego de una serie de refacciones, se lograron ubicar treinta
camastros, en cada una de las salas otrora de internación, las cuales permitían
“pasar la noche”, a otros tantos necesitados que la suerte les dio vuelta la
cara. En total eran cerca de medio centenar de almas en pena, que buscaban
refugio cada final del día, tras aquellas grises y frías paredes que ocultan
sus vergüenzas.
Ya preparado, Augusto, salió a la
calle…quien sabe que le aguardaba allí afuera…
Caminó unas cuantas calles; tenía el
rostro cansado, su mirada sumida en grandes sombras negras, y sus ropas eran
francamente holgadas por el peso perdido debido a la falta de alimentos; en su
mente siempre revoloteaba la idea de cómo recomponer su vida, recuperar a su
esposa e hijo, pero siempre terminaba diciéndose que eso era ya imposible,
había caído tan bajo…
Apresuró el paso para poder llegar a tiempo a su sitio,
allí en el que se sentaba a pedir limosna, era la hora en que había muchos
transeúntes que, también, se apresuraban para llegar a su empleo, y algunos de
ellos se compadecían y eran caritativos y algo le daban, así que había que
aprovechar la hora.
Augusto frisaba los cuarenta, y no
siempre había tenido esa vida de pordiosero. Tenía un buen empleo, una esposa y
un hijo, que actualmente tenía diez y ocho años, y estaba a punto de ingresar a
la Universidad, gracias a los esfuerzos de su madre. El problema de Augusto fue
que le gustaban las apuestas y la bebida. Su sueldo era bastante bueno para
darle a sus seres queridos una buena vida: tenía su casa propia, auto para él y
para su esposa, se podían dar el lujo de viajar, en fin, tenían una buena vida.
Al principio, las apuestas eran sólo
una diversión como cualquiera, y la bebida sólo una acompañante, pero poco a
poco fue invirtiendo más y más en las apuestas y bebiendo más.
Desgraciadamente, era un perdedor, casi nunca ganaba, y cuando lo lograba, no
era lo suficiente para recuperar lo perdido.
Tanto su esposa y también su hijo,
le reclamaban su proceder. Deudas y más deudas llegaron a agobiarlo, y entonces
más y más buscó refugio, escape en la bebida…y la caída fue inevitable…
Todos aquellos recuerdos aquel día
volvieron a su mente…una simpática viejita se inclinó para dejarle unos
billetes y además le regaló una sonrisa…
-¿Cómo puedo ayudarle, buen hombre? -La escuchó preguntar…
-Está bien abuelita, ya me ayudó bastante con lo que dejó en mi gorra…
-No tengo a nadie que me cuide, dinero no es mi problema, sino la falta
de compañía…quizás podríamos hablar y tal vez... bueno, -dijo la anciana- por
el momento tengo un poco de prisa por mi cita con el médico, pero me gustaría
platicar con usted, le espero mañana a la nueve en el café de la esquina, le
invito a desayunar, si no le parece extraño, yo desayuno ahí todos los días, y
me gustaría plantearle una idea. Usted me parece una buena y confiable persona;
aunque no lo crea, lo he estado observando hace un tiempo, es posible que no
haya reparado en mí.
Una vez dicho lo anterior, la
venerable anciana continuó su camino, dejando a Augusto muy sorprendido; volteó
a ver su gorra y vio que los billetes
representaban una cantidad no muy común en las limosnas.
Al siguiente día, nuestro
desahuciado Augusto, salió del Albergue Municipal y apresuró sus pasos hacia el
mencionado café, para cumplir lo pactado…la cita con la venerable anciana. Eso
sí, se había arreglado un poco mejor que lo acostumbrado…con lo recibido el día
anterior de manos de la bondadosa abuelita, pasó por una peluquería, cosa que
ya tiempo no hacía, y le alcanzó además para comprarse, en la tienda de segunda
mano enfrente del albergue, una remera y un pantalón que le otorgaría, quizás,
un mejor aspecto.
Unos minutos antes de la hora fijada
ya estaba esperando en la puerta del bar.
A las nueve en punto, estacionó un
taxi…el chofer se apeó del vehículo para ayudar a su pasajera, pero Augusto se
adelantó y fue él quien abrió la puerta para ayudar a la simpática mujer bajar
del coche.
En un principio, ella se asombró
pues no lo reconoció…
-Buenos días, soy yo, la estaba esperando… ¿No me reconoce?
-Ahaaa…estoy sorprendida…mire usted, había resultado un agradable hombre
y además todo un caballero…gracias, gracias…
Lentamente caminaron y entraron al
bar, eligieron una mesa cerca de la salida…y ya sentados esperaron la llegada
del mozo. A los pocos minutos ya estaban desayunando y conversando como dos
viejos amigos.
-Reitero que no salgo del asombro, parece otra persona que la que conocí
ayer- expresó extrañada la anfitriona.
-Su bondadosa caridad hizo el cambio, mucho lo agradezco, señora…
-Me llamo Rosalidia, ¿y usted?
-Augusto Sutich, y tengo mucho gusto de compartir su mesa.
-Pues ahora que nos conocemos un poco más, le relataré mi proposición…
téngame paciencia y déjeme
explicarme.
-Soy todo oídos Doña Rosalidia.
-Soy viuda ya hace unos cuantos años, tengo una gran familia, pero por
diferentes circunstancias, que no viene al caso ahora detallarlas, vivo sola,
en mi mansión de las afueras, solamente acompañada por mi ama de llaves,
Elvira, y el mayordomo Juancito, que hace también las veces de ayudante, la
cocinera doña Paulina, muy buena, dicho de paso, jajaja, y dos camareras
encargadas de la limpieza y demás quehaceres de la casa.
Augusto escuchaba y le parecía estar
escuchando una de esas historias redactadas en libros, producto de la
imaginación de algún escritor. Y sin siquiera decir palabra, continuó
escuchando.
-Pues bien, estimado Augusto, ahora es su turno de ponerme al tanto de
su situación actual, que por lo visto, deja mucho que desear. Antes de exponerle
mi propuesta, necesito saber, a grandes rasgos quien es usted, si se encuentra
fuera de la ley, es buscado por la policía, tal vez, en fin, deme los
suficientes detalles para saber quién está sentado frente a mí, ¿es posible?
Augusto se sentía un tanto incómodo,
no sabía que decir, era demasiado bueno para ser verdad y, en realidad,
desconfiaba; aun así, después de un momento de silencio relató a la amable
anciana el por qué había llegado a esas condiciones.
-Bueno, disculpe mi curiosidad, dice usted que necesita compañía, pero
tiene familia, tiene servidumbre de confianza, según entiendo, entonces ¿Para
qué me necesita a mí, a un desconocido?
La anciana sonrió socarronamente y
dijo:
- Mire, Augusto, la familia que tengo es de condiciones acomodadas, no
necesitan mi dinero, y yo no les intereso para nada, en cuanto a mi
servidumbre, es eso, servidumbre que no tiene mucha cultura, trabajan por un
salario, nada más; ciertamente son leales, pero tienen su propia familia a la
que ven en sus días libres y yo les pago una buena cantidad. Estoy interesada
en una persona confiable, que tenga preparación y cultura y mis años me permiten dejarme llevar por mi intuición, y me
arriesgo a pensar que usted tiene todo eso. Tengo,
obviamente una condición, tendría que alejarse del juego y de la bebida porque
se encargaría de mis cuentas bancarias y todo lo relativo al manejo de mis
bienes, además de darme compañía.
Mientras la escuchaba, la miraba y
trataba de entender, entre líneas, que encerraba, tal vez, aquella tan peculiar
propuesta. Lo que sí, la voz dulce y pausada de la respetuosa señora,
vislumbraba una persona culta, dueña de un rico vocabulario, producto sin duda
de una educación privilegiada. Tardó unos momentos en volver de sus
pensamientos.
-Su duda me preocupa, interpreto que no da fe a mi proposición, he sido
sincera, como es mi costumbre, y además no tengo nada que ocultar, reitero lo
dicho, ya sabe lo que ofrezco, está en usted la decisión, no alarguemos más
esta conversación, ¿acepta o no?
-Estimada señora, agradezco ante todo la confianza que me otorga, y por
supuesto que acepto su generosidad, solo que estaba tratando de analizar en
mente, los alcances de la tarea, trabajo u ocupación que se me ofrece, que trae
aparejada tanta responsabilidad, en fin…de por seguro que no se arrepentirá.
Seré su sombra celadora, se lo prometo.
La situación cambió por completo la
vida de Augusto.
La amable señora le adaptó un despacho y una habitación,
viviría en la misma casa con ella.
A partir de entonces dedicó su tiempo a
administrar los bienes de la anciana, a cuidar que fuera bien atendida por su
servidumbre y que tuviera la apropiada atención médica. Efectivamente, se alejó
de la bebida y el juego, no sin dificultades, pero lo logró; una oportunidad
como la que se le brindaba no era para desperdiciarla, de nuevo se sentía útil,
su vida tomó un nuevo rumbo.
Pasaron algunos años antes de que la
buena mujer pasara a mejor vida, dejando a Augusto el beneficio de todos sus
bienes.
Éste correspondió a la vida y a la amable señora, donando una muy buena
cantidad al albergue, que le había servido de casa, para que sus compañeros de
desgracia pudieran tener una mejor atención, y se ocupó de que así fuera. Su
hijo ya era un profesionista que no necesitaba de él y su ex esposa había
vuelto a casarse, era libre y rico, no podía creerlo.
Augusto despertó súbitamente, sentía
un vacío tremendo en el estómago casi vacío, sólo había comido el trozo de pan
que les daban por las mañanas. Había sido un mal día, y lo poco que había
recibido de las limosnas lo invirtió en una botella de licor. Por cierto que
una de las personas que le había dejado unas monedas, había sido una venerable
anciana que le regaló, también, una sonrisa, y con esa sonrisa y el contenido
de la botella, se fue a su camastro. Todo había sido un sueño, un sueño
imposible.
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Autores
ESTELA RUBIO ZAMUDIO (México)
BETO BROM (Israel)
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*Imagen de la Web con texto anexado
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