Sí, con seguridad ése es el banco -
dijo para sus adentros.
Matilde se acercó como si el tiempo
la apremiara.
La plaza en cuestión, era la de su adolescencia, en la cual se
reunía con su amigo.
Hoy en día, abandonada en forma lamentable; las farolas,
las pocas en pie, apenas alumbraban, los senderos casi imperceptibles.
La hora era la misma: las
20,30.
¿Cuántas cosas allí ocurrieron?
Charlas hasta altas horas de la
noche. El calor de sus cuerpos que al pequeño roce lograban estremecer
inclusive las hojas caídas.
Sus caminos se separaron.
Ella por
uno . . . él por otro.
Nunca se
volvieron a encontrar.
Hasta aquel aviso pequeño en el diario. Al principio no
le dio importancia. Pero algo dentro de ella la obligó a releerlo.
Es por ello que esa noche estaba
allí.
¿Esperándolo?
Dejó su familia sin dar
explicaciones.
Viajó y viajó para llegar
a la placita del pueblo.
Sus hijos ya la comprenderían. Su
marido quizás no.
¿Vendrá ?
De seguro que no.
¿Por qué no obstante volvió?
“”””””””””””””
Mi vida ya no tenía vuelta atrás. Por eso me
jugué el último As de Espada que me quedaba y puse el escueto aviso en el
diario. Decía así: “El mismo mes, el mismo día, a la misma hora, en la misma
plaza, en el mismo banco. Te espero”.
Sabía que no iba a ser necesario decir quién
lo escribía, o quizá sí, aunque me decía que estaba seguro de que ella sabría
quién lo había publicado y hacia quién iba dirigido; por momentos me asaltaban
las dudas. Quién me creía yo que era. Ella bien podía haberse olvidado de mí.
Al fin y al cabo había sido yo el que un buen día puse fin a la relación y
desaparecí sin dejar rastro. Pero había que arriesgarse y así lo había
decidido, total mi vida ya no valía nada.
El día anterior al estipulado tomé el tren que
me llevaría hacia el viejo pueblo. Sentado cerca de la ventana vi pasar todo el
trayecto como si fuera un sueño, mientras por él pasaba también todo mi pasado.
Atravesamos un río, donde el agua reflejaba la silueta esbelta de los sauces
llorones recortándose en fila uno al lado de otro bajo un cielo sin nubes color
opalino. También pasamos espaciosas llanuras con hermoso sembradíos de lavanda,
trigo, maíz y girasol con sus matices de mil colores. Otros campos donde
algunos vacunos descansaban bajo la sombra de los pocos árboles que allí había.
Al caer la tarde el viaje se me hizo tedioso y
agotador pero por fin llegó el día siguiente y con él el final del largo
trayecto. El tren llegó puntual, como de costumbre. Bajé en el viejo andén aún
más derruido con el correr de los años. Caminé hasta la única hostería del
pueblo y dejé allí mi escueto equipaje. Almorcé en el pequeño restaurante de
siempre, igual a pesar del tiempo transcurrido. Me dediqué a recorrer las
antiguas calles mirando los ya casi desiertos jardines y las viejas fachadas de
las casas.
A la hora estipulada fui hacia la plaza. ¡Qué
destruida estaba! Me asaltó el miedo. Quizá su viejo amor ya fuera como esta
plaza, sólo un ensueño del pasado. Pero no, allí estaba sentada en el banco. Su
Banco.
Me acerqué temeroso y la llamé quedamente por
su nombre, Matilde.
Ella giró lentamente la cabeza y se quedó
mirándome. Las palabras se le negaban a salir; parecía que se había quedado
muda hasta que pronunció bajito el mío, Michael.
Como activados por un resorte nos estrechamos
en un cálido abrazo. Ella estaba igual de bonita, en cambio yo, sabía que ya no
era el hombre atlético que había sido. Los golpes de la vida me habían cambiado.
Volvimos a mirarnos. Quizá en ese momento comprendimos, que lo que queríamos
hacer era una locura, que ya no había vuelta atrás. Aún así no parecíamos
querer separarnos.
Nos sentamos en el viejo banco, y poco a poco,
como dos viejos amigos nos contamos nuestras vidas. Ella de su matrimonio, ya
un poco quebrantado con el correr de los años, pero al que aún quería salvar,
sus hijos, sus logros, su futuro. Yo, todos mis fracasos, uno por uno, tanto en
mi vida material como en mi felicidad. Reconocí mi culpabilidad en todo, había
sido un total tarambana, Tenía la felicidad en sus manos y la dejé escapar. Hoy
lo sabía, en ese mismo instante lo había descubierto, no podía arrastrarla a
ella a otro fracaso. Ya era tarde.
Se hizo lentamente la noche. Nos despedimos
con un beso apasionado, como ese que nos dábamos al secreto de las sombras en
el pasado.
La vi partir sin mirar atrás. Ella sabía que
si lo hacía quizá no regresaría a su hogar, y eso sería un error total.
Emprendí el camino hasta la hostería. Mis ojos
se nublaron, y lloré, lloré por primera vez en mi vida; tal vez fue la tristeza
de mi soledad, o acaso, la de estar al fin donde siempre lo quise, sin nadie a
quien demostrar que valía algo como hombre que no había sido capaz de destruir
otro hogar, su hogar.
Las lágrimas seguían resbalando por mis mejillas.
Esto no era lo que había planeado. No debería haberme sentido así. Pero en fin,
era la vida.
Y mientras caminaba, recordé unos
versos que había leído de Gerardo Madrigal Sánchez:
Como un lápiz de exilios,
deambulas por el noble escándalo
de mis inéditos renglones de huesos
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Ana
María Hernáez - Q.E.P.D (Argentina)
Beto Brom (Israel)
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Registrado: Safecreative N° 1004115964911
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